Escena 4

 

En la consulta del psicoanalista. La escena se compone de diversas partes que corresponden cada una de ellas a una sesión diferente, separadas por períodos de tiempo variables (semanas, meses). Se trata de presentar los efectos que se producen al largo de un tiempo de análisis y en base al contenido de las sesiones: aquello que se dice y cómo se dice, y aquello que tiene lugar en la sesión. La manera de articular las diversas partes/sesiones de la escena es mediante un efecto de fundido al final de cada una de ellas, seguido de un intervalo de oscuridad, durante el cual se oye –de manera audible, pero con un volumen bajo– una combinación de sonidos de la vida cotidiana: un rumor lejano en el que se distinguen emisoras de radio, fragmentos de conversaciones, sonidos de la calle, etc. A continuación, la escena se ilumina de nuevo: está en curso una nueva sesión.

Comienza la primera sesión. Se ilumina la escena. J y P están en silencio: J está tendido en el diván y P sentado en una butaca, detrás del diván. J tiene una actitud seria, reflexiva: está siguiendo el hilo de un pensamiento y se ha detenido a pensar: P también mantiene una actitud reflexiva, tranquila. Pasan unos instantes antes de que J hable. Se trata de que se perciba que no es una escena estática, a pesar de que los protagonistas prácticamente no se mueven. La escena quiere recrear la atmósfera de una sesión, en la que en ocasiones se producen silencios largos, durante los cuales hay, sin embargo, trabajo, elaboración subjetiva.

Al cabo de unos instantes, J se mueve –cambia de posición, mueve las manos en el aire– y empieza a hablar, en un tono dubitativo, vacilante, como si todavía buscara las palabras para decir aquello que quiere decir.

 

J  Lo cierto es que… no me enfadé… No estoy seguro, pero diría que aquello más bien me hizo sentir diferente, me confirmó que aquel profesor se daba cuenta de que yo era mucho más inteligente que él y que por eso intentaba humillarme (Hace una pausa). De hecho, me pasó otras veces, incluso en la Universidad, pero, no sé por qué, la escena con aquel profesor de matemáticas me ha quedado grabada, la recuerdo ahora como si hubiera sido ayer… También es verdad que yo era algo pedante, y que no tenía ninguna necesidad de ponerlo en evidencia delante de la clase, ¡pero se puso a hablar de la conjetura de Fermat diciendo coses inexactas…! Sí, claro, yo podía haberme callado y nos habríamos ahorrado todo lo que pasó. Al fin y al cabo (Riendo), ninguno de mis compañeros de clase sabía ni tan solo quién era Fermat, y tanto les daba lo que pensáramos el profesor o yo. (Hace una pausa y sigue en un tono más serio).

Pero la actitud de aquel hombre era indigna: ¡yo, con apenas once años y el con quizás más de cincuenta! ¡Tenía la obligación de respetarme, de sonreír ante mi insolencia! ¡Incluso de celebrar mi talento, en vez de defenderse de mí, atacándome con su falsa superioridad…! (Hace una nueva pausa)

¿Qué debe pensar usted de todo esto? (Hace una pausa más larga).

Al principio se me hacía extraño su silencio, que tuviera tan pocas cosas que decir sobre lo que yo le contaba… (Hace una pausa breve) Pero he ido viendo que, en realidad, eso mismo me produce un efecto positivo: al tener a alguien que me escucha de una manera diferente a la del resto de la gente, me encuentro hablando de una forma también diferente… No es algo que me resulte cómodo, pero me doy cuenta de que es …, ¿cómo decirlo? De que es algo serio, que aquí las palabras tienen un peso y un valor diferentes. (Nueva pausa) Y no sé a qué es debido, pero lo cierto es que en estos meses me he encontrado mejor, menos angustiado.

P  Sí, está menos angustiado…

J  (En un tono más grave, e incorporándose hasta sentarse en el diván) Pero, de hecho, no ha cambiado nada. Vengo aquí, hablo –desde hace un tiempo, tumbado en el diván, con lo cual ni tan solo le veo la cara–, una cosa me lleva a otra y me sorprendo, como hoy, reviviendo una escena vivida a los once años… Ya me dirá… (Sigue hablando, sin dirigir la mirada a P y cambiando a un tono de enfado y de reproche) ¡En un momento dado, le oiré levantarse y la sesión se habrá acabado, sin que llegue a saber por qué ha durado mucho o poco…! (Hace una pausa y vuelve a un tono más reflexivo).

Bueno, lo cierto es que al cabo de un rato acostumbro a entender el porqué: a veces, nada más cruzar la puerta o salir a la calle. A veces, me vuelven a la mente la última frase que he dicho, la última palabra, quizás, y es como si me escuchara a mí mismo, porque capto entonces un sentido que un momento antes no existía, o me descubro habiendo deseado algo que un instante antes negaba… (Se tumba de nuevo en el diván, dejándose ir, en una actitud de cansancio o de abandono) Sí, todo esto está muy bien, pero hay momentos en que me parece tan inútil como si esta experiencia tan prometedora la hiciera uno de aquellos condenados que esperan en el corredor de la muerte.

P  (En un tono de sorpresa y exclamando) ¡Un condenado!

J  (También sorprendido por la exclamación del analista) Sí… un condenado (Hace una pausa y retoma, hablando más lentamente) Mi padre fue condenado, al final de la Guerra Civil. Era muy joven, pero se había significado como anarquista: un joven idealista que nunca disparó un arma pero que se había afiliado a un sindicato anarquista: ¡Ni Dios, ni patria, ni Rey! Al acabar la guerra, una patria sin Rey lo condenó en nombre de Dios a pasar diez años en la cárcel…

P  Ah…

J  No cumplió toda la condena –apenas un año– porque, siendo muy joven, la sentencia quedó en suspenso, a condición de que tuviera “buena conducta”… (Vuelve a incorporarse y a sentarse en el diván).

Creo que, de pequeño, me intimidaba: era un hombre mayor, que por la edad podría haber sido mi abuelo, y siempre le vi absorto, distante, como preocupado por cosas importantes. Cuando estaba en casa, leía o pasaba horas en silencio, y algunas noches subía solo a la azotea y se quedaba allí hasta tarde. Mi madre parecía entenderlo y tenerle una especie de respeto, o de consideración… (Hace una pausa y sigue en un tono más seco, más duro).

Pero muy pronto supe que mi padre era un hombre baldío, agotado, sin una brizna de vida, de fuerza. Y que, detrás de sus silencios y su actitud ausente, solo había vaciedad. ¡Si al menos hubiera mostrado rencor, o rabia, o dolor…! Y muy pronto empecé a rebelarme, a hacerle reproches, a cuestionar su manera silenciosa y distante de hacerme sentir inferior a él por el solo hecho de ser mi padre…

La escena se oscurece: solo quedan iluminados el diván y, con una luz intensa pero amarillenta, una figura que aparece por el lado derecho de la escena.

Padre  (Exclamando, con un tono de voz imperativo, y justo en el momento de aparecer en escena) ¡Joan! ¡Joan! ¿Dónde estás?

J   (Se levanta del diván y, con un andar un tanto contenido y vacilante, da unos pasos en dirección a Pa;) Papá, estoy aquí… ¿Qué quieres? ¿Por qué gritas así?

Pa  (El padre entra en escena. Viene de la calle y lleva un abrigo y una bufanda. Tiene un aspecto serio, envejecido y tenso) ¿Qué manera es esa de contestar? Grito porque… ¿Dónde está tu madre?

J  (También tenso) No lo sé, debe haber salido… Estaba estudiando, y cuando estoy estudiando mamá no me distrae para decirme si entra o sale.

Pa  Cosa que yo sí he hecho, ¿verdad? (J le mira en silencio, con una actitud un tanto desafiante) ¿No contestas? (Hace una pausa y continúa aún más tenso, pero dándole la espalda) Te crees más listo que nadie, ya lo sé, y no sabes de la misa la mitad…

J  (Desafiante e irónico) Y tú, ¿la sabes toda, la misa…?

Pa  (Girándose hacia él, enfadado pero contenido) ¿Y este tonito burlón, de dónde lo has sacado, señor engreído? ¿No crees que corres mucho para plantarle cara a tu padre?

J  (Seco, cortante) No te planto cara. Solo te contesto con tu tono, el de siempre…

Pa  ¿Mi tono? ¿Con qué me vienes, ahora?

J  (Encendido) ¡Sí, tu tono, el de siempre, el que contagias a todo el mundo!

Pa  (Levantando aún más la voz) ¡Joan, haz el favor! ¡Tienes doce años! ¿Quién te crees que eres?

J  (Muy tenso, hace el ademán de responder gritando, pero, de golpe, la luz que iluminaba al padre se apaga, y él queda en suspenso, con el gesto congelado. Al cabo de un instante, se relaja y, abatido, vuelve al diván y se deja caer en él. La escena vuelve a iluminarse) Así era cada vez. Todo lo que obtenía de él, cuando obtenía algo, era esto: enfrentamientos breves, algunos gritos… (Hace una pausa y continua en un tono más bajo, un tanto melancólico) Mi madre, en cambio, me había dado más vida…, ¡y estaba orgullosa y feliz de los progresos de su hijo…! (Vuelve a cambiar la iluminación de la escena y se oye la voz de la madre, antes de entrar en escena. Le llama, con una voz alegre).

Madre   ¡Joan! ¿Dónde estás, Joan? (Al entrar, la ilumina la luz intensa y amarillenta).

J  (Se incorpora rápidamente y da unos pasos en dirección a ella. El tono de voz y la expresión son los de un niño) ¡Estoy aquí, mamá! ¿Dónde estabas? (Se acercan más, pero no llegan a tocarse).

Ma  (Dulce) Había bajado a comprar el pan para prepárate el bocadillo. ¿Aún no te has vestido? ¡Vamos, espabila, que llegaremos tarde…!

J  Sí, mamá…

Ma  Hoy, cuando venga a buscarte al cole, iremos a merendar a casa de la tía. No hicimos fiesta por tu cumpleaños, pero ella se acordó y te ha comprado una cosa…

J  (Impaciente) ¿Sí? ¿Qué es? ¿Lo sabes?

Ma  Es un secreto… (Se ríe) Quiero decir que no lo sé, es una sorpresa…

J  ¿Y papá también vendrá?

Ma  (De repente, más seria) No, no vendrá.

J  ¿Por qué no? ¿Estará trabajando?

Ma  Sí, Joan, estará trabajando…

J  (Serio) Papá nunca está … No nos quiere…

Ma  (Exclamándose) ¡No, qué disparate! ¡Qué cosas de decir un niño de cinco años! ¡Claro que nos quiere! (En un tono tierno) Papá trabaja mucho, Joan, hijo… No pienses estas cosas… (La madre le hace una caricia muy leve en la cara, se da la vuelta lentamente y sale de escena, al mismo tiempo que la luz que la iluminaba se apaga).

(Camina de nuevo hasta el diván y, lentamente, se sienta) Ella me cuidaba, quería protegerme, rodearme de alegría… Hasta que empezó a volverse callada, gris, ausente como mi padre… Es por eso que, tan pronto como pude hacerlo, me cambié el orden de los apellidos y todo el mundo me conoce por el suyo…

P  ¡Ah, claro! Holzmann…

J Sí… Yo sé que mi padre lo vivió como una ofensa, como un menosprecio, a pesar de que, como era habitual en él, no dijo nada.

P  Y, entonces, ¿cómo lo sabe?

J  Bueno, era evidente… Además, mi madre me lo contó…

P  Ah, ¿sí?

J  ¡Sí, claro! De entrada, me pidió que no lo hiciera, que no le diera aquel disgusto a mi padre, pero yo sabía que, en el fondo, le parecía bien…

P  ¿Lo sabía?

J  Sí, lo sabía, no hacía falta que me lo dijera: a mis dieciséis años ya nos habíamos distanciado mucho, pero aún manteníamos cierta complicidad…

P  (Levantándose de la silla y exclamando) ¡Ah! Complicidad… (Camina en dirección a la puerta y pasa por delante del diván) Lo dejaremos aquí…

J  (Se levanta con una actitud vacilante y de desconcierto. Sigue a P hasta la puerta y dice, como hablando para sí mismo) Sí, qué sé yo… Complicidad…, quiero decir…

P  (Abriendo la puerta y dándole la mano) Adiós, Joan. Me ha dicho que me pagará el jueves, ¿verdad?

J  (Le da la mano y sale, con el mismo aire de desconcierto y casi sin mirarle) Sí, sí…, el jueves…

Se apagan las luces de manera gradual pero rápida, con efecto de fundido a negro. La escena queda en silencio mientras se oye, como un rumor lejano, aquella combinación de sonidos de la vida cotidiana.

 
 

Unos segundos después, las luces vuelven a encenderse lentamente, mientras se oye a J que habla, de nuevo tendido en el diván, y P vuelve a estar sentado en su butaca.

 

J  Ya sé que no me dirá nada, al menos directamente, pero necesito saber hacia dónde vamos… (En un tono de gran seriedad) Vuelvo a estar muy angustiado… De hecho, nada más despertar, por la mañana, la angustia ya está allí, esperándome; siento que la tengo pegada al cuerpo, como la ropa que llevaré durante el día… Solo a última hora, cuando me reencuentro con Mónica, tengo unos momentos de paz: nos abrazamos y, durante unos instantes, siento que puedo dejarme ir, que puedo olvidar todo lo que me pesa. De hecho, ella me abraza y yo…, no lo sé, yo me aferro a ella, pero sin fuerza, y siento que es ella quien me sostiene… (Hace una pausa breve y sigue en un tono más enérgico).

Pero ¿qué podría esperar? De hecho, estos meses han sido como una tregua, leve, intermitente, nada más que una tregua, que no podía terminar de otra manera… (Hace una pausa larga y sigue en un tono más sereno).

Hace casi un año que vengo y, sí, he descubierto cosas, y reconozco que la experiencia vale la pena, pero… la realidad es tozuda y, ahora más que nunca, es implacable, durísima…

P  La realidad…

J  (En un tono languideciente) Sí, la realidad, esta realidad que cada vez sufre mucha más gente; gente que se hace consciente de lo que está pasando…, pero siento que solo yo sé hasta qué punto no tenemos salida… (Hace una nueva pausa) Viniendo aquí he hablado mucho y he tenido algunas sorpresas, es verdad: no soy del todo el que creía que era, y he descubierto que me engañaba respecto a cosas importantes de mi vida: mis padres, la ciencia, las mujeres… (Hace una pausa).

Tanto hablar de mi padre y ¿sabe qué? El otro día me vi en el reflejo de un escaparate y, de pronto, me pareció ver a mi padre: las facciones caídas, los ojos muy abiertos, la mirada de sonámbulo…

P  Sí, se vio haciendo eso: verle a él viéndose usted. Los ojos, la mirada…

J  (Hablando muy ausente, como hipnotizado) La mirada, sí, la mirada de mi padre. Aquel hombre que nunca me miraba a los ojos, como si tuviera miedo de lo que yo vería en él, o de lo que él vería en mí… Él también quiso humillarme más de una vez; como aquel profesor de matemáticas, o como otros adultos que no sabían qué hacer ante el talento excesivo de aquel chiquillo de instituto, o de aquel mocoso que llegaba a la universidad cuando todavía tenía edad de ir en pantalón corto… Mi padre también se sintió ofendido, molesto –¡qué sé yo!–, cuestionado por mi inteligencia, y en más de una ocasión me hizo sentir que más que un motivo de orgullo era un problema, un estorbo, un imprevisto con el que no sabía qué hacer (Hace una pausa breve y continúa, inquieto).

Él cumplía con sus obligaciones, seguía sus rutinas, y así hacía como que estaba vivo, como que su vida tenía algún sentido… Pero su vida era la de alguien que vive mirando a la muerte, pensando en la muerte…

P  (En un tono de voz bajo, y como susurrando) Un hombre que solo vive pensando en la muerte…

J  (J queda en suspenso, inmóvil, tocado por las palabras de P. De repente, se levanta del diván con un gesto enérgico y se pone de pie, mirando a P. Tenso, muy crispado, desafiante, grita) ¡No me venga con juegos de manos! ¡Yo no soy como mi padre! ¡Las cosas que me pasan no tienen nada que ver con las que le pasaban a él, fueran las que fueran!

(Permanece en suspenso, como esperando una respuesta de P, que le mira inexpresivo, sin moverse de su butaca. Pasado un instante, sigue con el mismo tono airado) ¡Yo no soy como mi padre! ¡Yo no vivo aplastado por mi pasado, yo no estoy derrotado ni tengo el alma reseca como la tenía él! ¡Yo estoy como estoy porque miro desde más arriba que nadie y veo venir un tsunami que arrasará con todo! ¡Y porque ni siquiera bajar corriendo a la llanura para avisar a todo el mundo serviría de nada! ¡Yo estoy como estoy porque tengo motivos, porque soy más consciente que nadie, porque no me engaño!

P  (Mirándole desde su butaca y hablando lentamente) Dice que no serviría de nada si lo hiciera…, pero el hecho es que no lo hace, no hace nada…

J  ¿Cómo he de decírselo? ¡No serviría de nada! ¡La civilización, tal como la conocemos, no tiene futuro! ¡Este maldito planeta se nos quitará de encima como lo que somos, una plaga, un parásito molesto y peligroso!

P  (En un tono de cierta dureza) No estoy hablando ni de la civilización, ni del planeta: estoy hablando de usted, de que usted no hace nada…

J  ¿Y qué debería hacer? (En un tono más abatido e inclinando la cabeza y la mirada) Ya hemos pasado el punto de no retorno, solo queda esperar la cadena de acontecimientos extremos que acelerarán el proceso…

P  (En un tono más duro) Y usted estará allí, en primera fila, gozando del espectáculo… (Se levanta y se dirige hacia la puerta, marcando el corte de la sesión).

J  (J lo ha escuchado y lo mira, tenso. Cuando P pasa cerca, se encara con él. P se detiene y le escucha) No me cree, ¿verdad? (En un tono irónico y duro) Piensa que son imaginaciones mías, que exagero, que no hay para tanto… Usted no sabe lo que realmente está pasando…

P  (P le interrumpe bruscamente, gritando a muy poca distancia de su cara) ¡Claro que lo sé! ¿Piensa que soy un idiota? (Se queda inmóvil, mirándole fijamente. J ha quedado paralizado, en total suspenso. Un instante más, y P vuelve a una actitud serena y retoma el camino hacia la puerta. J le sigue. P le abre la puerta y, cuando J va a salir, le detiene y le habla en un tono de total normalidad) Me tiene que pagar la sesión…

J  (J se detiene, desconcertado, y reacciona con movimientos torpes, sacando unos billetes del bolsillo) Sí, claro…, el dinero…

P  (En un tono tranquilo y neutro) Hasta el martes, Joan.

De nuevo se apagan las luces de manera gradual, con aquel efecto de fundido a negro. La escena queda en silencio mientras se oye, como un rumor lejano, aquella combinación de sonidos de la vida cotidiana.

 
 

Unos instantes después, las luces vuelven a encenderse lentamente, mientras se oye a J que habla, sentado en el diván, y P vuelve a estar sentado en su butaca.

 

J  (En un tono grave, pero sereno) Fue un sueño extraño, empezando por el hecho de que casi nunca recuerdo mis sueños… (Hace una pausa) Camino cargando una mochila muy pesada, y veo venir a una mujer: de lejos, me parece que es Mónica, pero cuando se acerca veo que no es ella. Es una mujer muy guapa, con unos ojos muy claros, y me angustio porque me mira, pero no me ve: su mirada me atraviesa, como si yo no estuviera ahí, como si no existiera… (J acompaña lo que explica a continuación con gestos de los brazos y las manos).

Entonces, recuerdo que en la mochila llevo un libro y pienso que puede serme útil. Lo abro y veo que contiene símbolos matemáticos, pero empleados de una manera extraña, y se me ocurre que quizá sea un mensaje en clave que tendría que poder descifrar (Hace una pausa y, todavía sentado, mira a P, que le escucha con atención).

P  Un mensaje que hay que descifrar…

J  Lo estoy intentando cuando –esto quizás le hará reír…– le veo venir a usted, volando con uno de aquellos ingenios con alas que diseñó Leonardo. Entonces veo que sonríe y le oigo decir “¡Ánimo, Joan, llegará a Bratislava!” (Hace una pausa, se queda unos instantes en suspenso y retoma la narración del sueño. Ahora ya no mira en dirección a P. Mira hacia delante y, a medida que habla, gesticula y mueve la cabeza de un lado a otro).

De repente, estoy cruzando un puente, quizás en Japón, y en medio del cauce del río veo uno de aquellos altares sintoístas que honran a la divinidad en cualquier lugar en mitad de la naturaleza. Pienso que es una escena de una gran belleza y me detengo a contemplarla, cuando aparece un hombre con aspecto de reportero de guerra, que se acerca y me dice: “¿Quiere ver lo que he filmado? Es como el fin del mundo”. Me acerca el visor de la cámara y aparecen unas imágenes espantosas: una ciudad bombardeada, o quizás un campo de batalla… Cuerpos reventados, descuartizados, sangrantes, gritos de dolor, de pánico… Es horroroso, pero no puedo dejar de mirarlo. En aquel momento, oigo que aquel hombre me dice: “Es la batalla del Ebro”. Le escucho y pienso que no puede ser, mientras sigo sin poder dejar de mirar aquellas escenas espantosas… (Muy tenso, se queda unos instantes en suspenso, con las manos levantadas, hasta que se deja ir, y sigue en un tono de abatimiento).

P  Sí, no podía dejar de mirar…

J  Me desperté muy angustiado… Me levanté de la cama, procurando no despertar a Mónica y fui a sentarme en la terraza. Era una noche muy calurosa y me quedé allí hasta el amanecer, intentando “entender” aquel maldito sueño…

P  ¿Sí? ¿Y qué sacó en claro?

J  ¡Nada! O casi nada… ya sé que las imágenes de los sueños traducen pensamientos y emociones, pero me sentía incapaz de encontrar algún significado. Quizás a usted le resulte más fácil que a mi…

P  (Con una risa muy leve) ¡No, que va! No hay ningún diccionario en el que ir a buscar el significado de un sueño: solo usted podría encontrarle algún sentido… ¿Qué puede asociar con alguna de las escenas del sueño? ¿Qué le viene a la mente, aunque le parezca que no tiene ninguna importancia?

J  ¿Qué me viene a la mente? No lo sé… (Hace una pausa larga) He recordado la escena del puente, y la frase que me dijo aquel hombre: “Es la batalla del Ebro” … (Se detiene de nuevo).

P  ¿Sí?

J  (Vacilante) Me ha venido a la mente una escena vivida hace unos años, el día del funeral de mi padre. Creo que no había vuelto a pensar en ella desde entonces (Se queda en silencio).

P  ¿Una escena, dice? ¿Y qué ha recordado?

J  Es curioso… (Hace una nueva pausa. Resulta obvio que se siente incómodo) Su hermano me trajo una carta que mi padre le había enviado poco después de acabar la guerra; desde el campo de refugiados de Argelès, en el sur de Francia, al que fueron a parar miles de republicanos como él.

P  (Exclamando) ¡Ah, una carta!

J  Sí, mi tío sabía que mi padre y yo estábamos muy distanciados y al dármela me dijo que la había guardado pensando que algún día tendría que leerla. “Quizás te ayudará a entender mejor a tu padre”, me dijo (Hace una pausa y continúa en un tono más distendido) La acepté, pero le contesté con un punto de displicencia: “Esto es un poco novelesco, ¿no, tío?”. Él sonrió, se encogió de hombros y me dijo –casi como un psicoanalista, ¿eh?–: “Tómatelo como quieras. Las conclusiones solo las podrás sacar tú”. Nos dimos un abrazo y no dijimos nada más… (Se queda en silencio).

P  Y, entonces… ¿qué decía aquella carta?

J  (Camina hasta el diván y se sienta, sin mirar a P en ningún momento) No lo sé… Al llegar a casa debí guardarla en algún lugar, no recuerdo dónde, y la olvidé…

P  Bueno, parece que hay un mensaje que espera a ser descifrado…

J  (Después de unos instantes de pausa, habla mirando a P) Algo me dice que aquí se acabará la sesión…

P  (Levantándose tranquilamente y avanzando hacia la puerta) Sí, tiene razón, Joan: lo dejaremos aquí…

J  (Se levanta y le sigue hacia la puerta. Antes de llegar, se paran un momento porque J se dirige a P) Estaré dos semanas fuera. (Hace una pausa y cuando J le mira, continúa) Me he incorporado al comité de expertos sobre el cambio climático, y voy a Londres, a las reuniones previas a la Cumbre de Oslo.

P  Ah… ¿Y cómo ha sido?

J  Llamé a dos colegas del MIT que ya hace tiempo que forman parte del comité y les dije que me gustaría colaborar…

P  Ya veo. ¿Y qué le dijeron?

J  (Con una leve sonrisa, sin alegría) Que ya era hora… Al cabo de unos días me hicieron llegar el nombramiento y la convocatoria para las reuniones de Londres. También me han propuesto escribir varios artículos para publicaciones científicas y de divulgación. Y dar conferencias en diferentes universidades… Se lo he agradecido, y no me arrepiento de haber dado este paso, pero ¿sabe qué le digo? No lo hago con entusiasmo…

P  Pero lo hace…

J  Sí, pero no me satisface; no lo hago del todo convencido, es como si no fuera yo quien ha dado este paso, como si no supiera por qué lo hago… (Con cierto énfasis) Ni a dónde quiero llegar…

P  (P lo mira, serio y en silencio. Se dan la mano y J sale, pero antes de cerrar la puerta, P hace un gesto levantando la mano y exclama, sonriente y con mucho énfasis) “¡A Bratislava, Joan! ¡A Bratislava!

J se detiene y mira a P, sorprendido. P cierra la puerta sin esperar ninguna respuesta o reacción de J. Mientras camina hacia su butaca, la luz se va apagando y la escena queda a oscuras.

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