Escena 2

 

En el escenario, la consulta del psicoanalista, que, ubicada a la izquierda, ocupa la mayor parte del espacio. A la derecha, el recibidor, donde se ve la puerta de entrada al fondo. Es un espacio continuo, solo diferenciado por la distribución de los muebles.

En la consulta hay estanterías con libros, dos butacas, una mesa de trabajo y un diván. En las paredes, dos reproducciones de cuadros de pintores contemporáneos.

Se ilumina la escena y el psicoanalista está hablando por teléfono, en un tono distendido y muy cordial. Habla, obviamente, con un buen amigo.

 

Psicoanalista  ¡Sí, es cierto, hacía mucho que no hablábamos, pero yo he pensado a menudo en vosotros! ¿Cómo estáis?... ¿Vinieron vuestros hijos por fin de año?

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P  Ah, estupendo… Sí, los nuestros también vinieron; pocos días, pero vinieron, tanto Pol como Laura…

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P  Sí, a veces sabe mal que estén lejos, pero es así, es lo que les ha tocado vivir: son una generación de nómadas…

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P  Y entonces, ¿cómo hacemos para vernos? Luisa y yo subimos muchos fines de semana al pueblo. ¿Por qué no venís? Os quedáis el fin de semana, o subís el sábado o el domingo a pasar el día, como queráis…

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P   Perfecto, háblalo con María y nos decís algo… Por cierto, ¿cómo está tu padre?

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P  Vaya…, lo siento…, no sabía que estuviera tan mal, pobre hombre… Dale un abrazo de mi parte. Siempre le recuerdo en Calella, cuando éramos unos críos y nos llevaba a pescar cangrejos en aquella barquita…

Suena el timbre de la puerta: un toque largo y persistente.

P  Vicente, llega alguien, te dejo. Debe ser una persona que me ha llamado a primera hora pidiendo que lo atendiera hoy mismo.

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P  Hablamos, sí…, un abrazo…

P camina hacia el recibidor y, antes de llegar, el timbre vuelve a sonar, con el mismo toque largo y persistente. P se detiene y hace un gesto de extrañeza. Abre la puerta a J y, durante unos instantes, ambos se quedan en silencio. Finalmente, J le tiende la mano a P y habla con la actitud de quien hace una broma.

J  ¿El Dr. Livingstone, supongo…?

P lo observa un instante y, con una media sonrisa, le tiende la mano.

P  Bien, ¿por qué no…? Y usted debe ser…

J  Joan, Joan Holzmann; le he llamado antes.

P  Adelante, Joan…

J entra y P cierra la puerta.

P  ¿Puede repetirme su apellido?

J  Holzmann: significa “leñador”. Mi madre era alemana.

P  Ah…

J  (Con una gran risotada) ¿Lo ve? ¡Es fantástico! ¡Acabo de entrar en la consulta de un psicoanalista y ya le estoy hablando de mi madre…! Supongo que si te encuentras con un psicoanalista en el ascensor, en vez del tiempo le hablas de tu madre, ¿no…?

P  (Se encoje levemente de hombros y, a continuación, señala con la mano en dirección al consultorio) Adelante, Holzmann…

J  (En un tono más tranquilo, pero aún bromeando) No se lo tome a mal: es que el otro día bromeaba con Mónica sobre esto.

P  (En un tono mucho más neutro) ¿No quiere que me lo tome a mal…?

J  (Finge no haberlo oído y se detiene a echar una ojeada al consultorio. Al cabo de unos instantes, habla con un tono de cierta sorpresa) Caramba, que presentación más clásica… El diván, la butaca detrás, estatuillas japonesas…

P  Son chinas: ¿le gustan?

J  Ah, sí, sí, claro: son chinas, y me parecen fantásticas…

P  (Invitándolo con un gesto de la mano a sentarse en una butaca, mientras que él va a sentarse en la suya). Bien, fantástico: ¿Y qué le ha traído hasta aquí?

J  (Se sienta y cambia a una actitud más seria y un poco tenso) Pues…, poca cosa…, o no..., según cómo se mire…

P  (Mostrándose un tanto sorprendido) ¿Según cómo se mire?

J  Sí, quiero decir que tenemos puntos de vista diferentes…

P  Mónica y usted…

J  (Un poco irritado) Sí, Mónica y yo… De hecho, he venido porque ella me lo ha pedido con insistencia. Yo –le seré sincero– no le habría llamado. (Comienza a adquirir un cierto aire de superioridad) Ella es una mujer muy inteligente y con mucho criterio, pero muy emocional… Quiero decir que algunas veces no es capaz de analizar las cosas con la suficiente objetividad y saca conclusiones equivocadas (Mira a P como esperando un comentario o una pregunta. Ve que P le escucha en silencio y sigue hablando, más serio). Quiero decir que, a veces, vemos que pasan cosas, cosas ciertas, reales, pero nos podemos equivocar a la hora de buscar las causas…

P  ¿Cosas ciertas, reales…?

J  Sí, cosas: reacciones, actitudes…

P  Reacciones, actitudes… ¿Suyas?

J  En algún caso, sí…; quiero decir, las que preocupan a Mónica, sí…

P  Ya…, ha venido porque Mónica le insiste y está preocupada…

J  (Haciendo una pausa) Sí, está preocupada y no deja de decirme que estoy mal, y no puedo hacerle entender que… (Se queda en silencio)

P  Sí…

J  (Mirando fijamente a P) No puedo hacerle entender que ya sé lo que me pasa y por qué me pasa, y si tiene o no solución…

P  ¿Y quiere hablarme de todo esto que usted ya sabe?

J  No estoy seguro de querer hacerlo, la verdad. No se lo tome a mal, no es nada contra usted…

P  (Con un tono un tanto irónico) Me alegro…

J  Quiero decir que no es una cuestión personal, sino, en todo caso, un prejuicio en relación con su… (Duda) profesión.

P  Ah…

J  Sí, porque no tenemos el mismo punto de vista ni las mismas herramientas… (En un tono enfático) Yo soy un científico, lo soy a todas horas y se trate de lo que se trate: de los cambios en la biosfera o de mis estados de ánimo, ¿comprende? Y ha sido así desde que tuve uso de razón, muy pronto, por cierto…

P  ¿Muy pronto? ¿Qué quiere decir?

J  Quiero decir que fui un niño precoz; a los tres años aprendí a leer por mi cuenta, a los cinco leía libros de biología y de historia, y a los siete me sabía de memoria la tabla periódica de los elementos… (Se levanta y da algunos pasos por el consultorio, un tanto ajeno a la presencia de P) A los trece, cuando me admitieron en la Facultad de Física, ya había estudiado por mi cuenta todas las materias del primer curso. A los diecisiete, con la carrera acabada, me fui a Stanford e hice un doctorado en física y matemáticas, y después, en tres años, estudié ingeniería informática. (Hace una pausa breve, como si contemplara los hechos que está evocando) A los veintidós ya hacía investigación básica en materiales superconductores y cinco años después ya tenía un buen número de artículos en las mejores publicaciones. Y un futuro prometedor…

P  Tenía…

J  (Se ha ido acercando a la silla y vuelve a sentarse. Responde, pero todavía un poco ausente y sin mirar a P) Sí, tenía un futuro prometedor, y muchas líneas de investigación con aplicaciones tecnológicas innovadoras, verdaderos avances en varios campos. (Mirando a P) Un pequeño paso adelante en investigación básica supone muchos pasos en tecnología, sobre todo cuando detrás hay alguien que domina ambos terrenos: y yo lo hacía.

P  Lo hacía… ¿Qué sucedió?

J  (Un poco tenso) Lo hacía y lo hago: quiero decir que entonces ya lo hacía; solo es una manera de hablar…

P  De acuerdo, si solo es una manera de hablar…

J  (De nuevo, con una actitud un tanto ausente) Lo seguí haciendo durante diez años, primero en la Universidad, y después en el MIT, hasta los treinta y dos años, cuando… (Se hace evidente que ha callado algo que iba a decir)

P  (Sin detenerse a esperar) ¿Sí…?

J  …cuando decidí volver a Barcelona (Se queda unos instantes en silencio) Quiero decir que siempre me he guiado por criterios científicos, tanto en el ámbito profesional como en el personal. (Con énfasis) ¡Siempre he mantenido la misma línea!

P  Pero parece que esa línea se alteró a los treinta y dos…

J  ¿Por qué dice eso? ¡Está haciendo una suposición sin ningún fundamento! ¡Yo no he dicho que pasara nada, ni que se alterara la línea que había seguido!

P  De acuerdo, no se altere: intento entender su lenguaje y su forma de pensar…

J  Mire, doctor… (Como conteniendo una tensión en aumento) No creo que entender mi pensamiento esté a su alcance, la verdad. No tengo ningún complejo de superioridad, pero sucede que nos movemos en terrenos diferentes.

P  No lo dudo, pero, la verdad, no veo de qué nos servirían ahora los conocimientos extraordinarios que usted tiene sobre tantas cosas…

J  (Tenso) ¡Claro, usted no lo ve! Ya le he dicho antes que yo analizo de la misma manera un fenómeno físico y uno psíquico: los desplazamientos de un electrón o los cambios en mi estado de ánimo.

P  De acuerdo… ¿Y qué ha descubierto sobre sus estados de ánimo? (J se levanta malhumorado y se aleja unos pasos en silencio. Después de una pausa, P le habla de nuevo, con un punto de socarronería) Usted también se mueve mucho, no sé si tanto como un electrón.

J  (Hace un gesto como si se riera, irónicamente, y va a sentarse de nuevo delante de P. Al cabo de unos instantes, y adoptando una actitud más grave) He descubierto que son la consecuencia lógica, inevitable, de estar confrontado a problemas muy graves…, y para los cuales no hay ninguna solución…

P  ¿Problemas muy graves? ¿De qué clase? ¿No quiere hablarme de eso? Por lo que dice, son cosas que le afectan mucho, que le preocupan…

J  (Inclinando la cabeza, pero manteniendo un tono de firmeza) Sí, estoy preocupado, pero tengo motivos objetivos, reales. Usted no puede hacerse cargo de lo que se trata, ni serviría de nada. Estoy solo ante esto…, y probablemente todavía lo estaré más.

P  Entonces, si usted ya lo sabe todo, y sabe que no hay nada que hacer… ¿por qué ha venido? ¿Solo porque Mónica se lo ha dicho? ¿Quizá porque tiene miedo de que ella lo abandone?

J  (Muy enfadado) ¡Ella nunca lo haría! ¡Puede que lo diga, pero nunca lo haría…! (Hace una pausa y sigue en un tono más bajo) ¿Y sabe qué le digo? Ahora nada tiene demasiado sentido, y quizá no tendría que sufrir demasiado ni siquiera por eso…

P  (Se pone de pie y habla en un tono pausado) Bien, dejémoslo aquí por hoy. (Espera a que J, un tanto sorprendido, se ponga de pie, y empieza a caminar hacia la puerta. J le sigue, visiblemente molesto).

J  (Tenso) No sé si volveremos a vernos, ¿sabe? Me lo pensaré y le diré algo.

P  Le espero mañana a las cinco.

J  ¡Le he dicho que no sé si volveré! Y además…

P  (Cortándole) Le cobraré…

J  (Ahora es J quien le corta, mostrándole sus manos) ¡No llevo dinero, nunca llevo!

P  (Le corta de nuevo) Bien, me pagará mañana: le espero a las cinco. (mientras camina hacia la puerta y la abre)

J  (Lo sigue, enfadado) ¡Ya le he dicho que no sé si vendré más! (Sigue con su queja mientras cruza la puerta) ¿Es que no oye lo que le digo?

P  Hasta mañana, Joan…

P cierra la puerta y va hacia su mesa de trabajo. En el camino, toma el mando a distancia de un equipo de música, aprieta un botón y empieza a sonar un concierto para violonchelo de Vivaldi. P se sienta y adopta una actitud reflexiva, con un gesto que transmite cierta preocupación. Al cabo de unos instantes, la música se interrumpe y se oye la voz de una locutora.

Locutora  “Interrumpimos la programación de Radio Clásica para dar paso a una información de última hora: El huracán Wendy ha llegado a la costa de Florida, castigada en los últimos dos años por fenómenos similares (P ha abandonado la actitud reflexiva y escucha atentamente) y, con una intensidad de fuerza cinco, está causando graves daños en las infraestructuras, ya muy afectadas. Todo ello, aumenta la preocupación sobre la grave crisis económica que estos fenómenos están causando en la economía norteamericana, y que amenazan con extenderse a la economía mundial, afectada por un largo proceso de recesión. Esta situación se añade al aumento cada vez más rápido del nivel del mar, que en los últimos cinco años ya ha…”

 
 

Suena el timbre de la puerta, de la manera en que J lo ha hecho sonar antes. P se levanta, apaga la radio y va a abrir. Abre la puerta: es J, y ambos se miran en silencio un instante.

J  (Le tiende la mano y repite, con un tono diferente, serio, la broma anterior) El Dr. Livingstone, supongo…

P  (P le da la mano y responde enfáticamente, invitándolo a pasar) ¡Sí!

Mientras avanza, J empieza a articular alguna frase y P le anima a entrar y sentarse. Se sientan cara a cara, y después de un largo silencio J empieza a hablar en un tono y una actitud muy diferentes: serio, un tanto ausente, más lento que antes, y la mayor parte del tiempo sin mirar a P.

J  La verdad es que, excepto un paréntesis de unos pocos años, siempre he estado angustiado… Nací con una mente privilegiada que se manifestó desde muy pequeño, sí…, pero la mía no fue una infancia privilegiada… (Hace una pausa) A partir de los siete años se despertó en mí un intenso interés por la ciencia, y eso me abrió la puerta a una dimensión a la que nadie de mi entorno tenía acceso: y me encerré allí, fascinado y ansioso por todo lo que descubría, pero también con el afán de quien ha encontrado un refugio en el que se siente protegido…

P  ¿Protegido?

J  Sí… Protegido del infierno de malvivir que habían construido mis padres (Hace una pausa) La ciencia fue la realidad paralela en la que me encerraba para soportar la angustia que me acechaba a todas horas. (Hace una nueva pausa) El instituto, la universidad, el trabajo intelectual cada vez más intenso, la admiración de los profesores, el prestigio de superdotado que crecía a mi alrededor, todo eso hizo que, poco a poco, pasará cada vez más tiempo en aquel paraíso particular…

P  Sí, como usted dice, ese fue el recurso que encontró para protegerse de la angustia…

J  Sí…, pero el cambio importante llegó cuando me marché a Stanford. En seguida supe que me quedaría allí muchos años, quizás toda la vida. Mi rendimiento académico me abría muchas puertas y desde el primer año tuve becas que me permitían no depender de mis padres, de los que pronto empecé a tener la impresión de que estaban muy, muy lejos: (Con una leve sonrisa y acompañando la frase con un gesto de las manos) ¡como cuando uno mira un objeto cercano con unos prismáticos puestos al revés…! Más allá de la distancia física, su mundo se empequeñeció y se alejó mucho, y muy pronto… Además, mis padres me tuvieron cuando ya eran bastante mayores y eso contribuyó a distanciarnos, a hacernos sentir que vivíamos en mundos diferentes.

(Se levanta y da unos pasos por el consultorio) Los primeros años, cuando pasaba temporadas en Barcelona vivía en su casa, claro, pero me sentía como si llevara una de esas escafandras de buceo antiguas, con unas suelas de plomo que me hicieran caminar con movimientos lentos (Reproduciendo los movimientos que describe), envuelto con aquel traje de lona y cubierto con el casco con la portezuela de cristal… (Mirando a P y, por un momento, riendo francamente) ¡Se lo digo en serio! En ciertos momentos, caminando por el pasillo de casa, o entrando en el comedor donde me esperaban para cenar, me venía esta imagen… (Hace una pausa) Unos años después, esa imagen se fue diluyendo, como si ya no la necesitara: pasaba pocos días en Barcelona y más de una vez, con alguna excusa, me iba a un hotel y solo pasaba a verlos algún rato. (Hace una pausa).

(Hace una pausa y mira a P, como esperando un comentario. P se limita a hacer un sonido muy leve, animándolo a seguir) En uno de estos viajes, cuando ya llevaba más de diez años en América y me dedicaba plenamente a la investigación, conocí a Mónica en casa de unos amigos. Ella era siete u ocho años más joven que yo, estaba acabando medicina y… era fantástica: inteligente, guapísima… Y, además, transmitía una sensación desconocida para mí: la oía hablar, la veía moverse, reír, seguir una conversación, cualquier cosa… y siempre parecía feliz, en paz consigo misma… Yo, que siempre había pensado que no era capaz de amar, que algo en mí me lo impedía, me enamoré; de ella y de aquella atmósfera que la envolvía, de aquella manera de vivir y de estar en el mundo que yo no había experimentado nunca ni sabía que existiera… Empezamos a vernos cada vez que yo venía a Barcelona, a escribirnos, a hablar por Skype cada vez más a menudo… Y a mí me costaba creer que aquella mujer de otro planeta se hubiera fijado en mí, me hiciera caso, me dijera que ella también me quería… (Levanta la vista y mira a P con una media sonrisa).

Hicimos planes y, dos años después de conocernos, vino a Stanford a hacer un máster de neurología infantil y, de paso, a vivir juntos… Fue el año más feliz de mi vida, o quizás… el único año feliz de mi vida. Quiero decir que nunca me había sentido tan seguro de estar vivo, tan cómodo con mi vida. A lo largo de aquel año también hice planes para trasladarnos a Barcelona: me ofrecieron un lugar interesante en un centro de investigación desde el que podía seguir coordinando los proyectos que dirigía en América. El año siguiente iba a ser de transición: Mónica volvía a Barcelona, buscaba trabajo como pediatra y nos veíamos cada tres o cuatro meses. Iba a ser un buen año… (Inclina la cabeza y queda en silencio).

P  (Como invitándolo a continuar) ¿Fue el año en el que se alteró la línea de la que hablaba antes? ¿A los treinta y dos?

J  (Levantando la vista) Sí, fue aquel año… Uno de mis mejores amigos en Stanford era Seymour. Habíamos empezado juntos el doctorado en física y matemáticas, y él se había especializado en modelos de predicción de fenómenos atmosféricos. Seymour era canadiense, pero iba muy poco a su país. Creo que solo tenía allí algún familiar y unos pocos amigos. Era brillante, tenía una enorme capacidad de trabajo y se comprometía a fondo en todo lo que hacía… (Se queda de nuevo en silencio).

P  Era, tenía… Habla de él en pasado…

J  (Mirándole) Sí… Seymour empezó a colaborar con el equipo de expertos que elaboran el informe anual de Naciones Unidas sobre el cambio climático, y aquel trabajo fue absorbiéndolo cada vez más. Me hablaba de ello a menudo y cada vez con más preocupación; a mí me interesaba porque siempre he estado al corriente de otros ámbitos de investigación y porque él me hacía ver la importancia de lo que estaba en juego. Pero durante aquel año, cuando trabajaba en el informe para la Cumbre de París, empecé a alarmarme: cada conversación que teníamos, cada cuadro de datos que me explicaba, cada estudio que se añadía a los anteriores era más y más preocupante. Y la angustia que Seymour sufría y transmitía también iba en aumento. Yo intentaba tranquilizarlo, le insistía en que tomara cierta distancia, pero él ya no podía sustraerse a todo lo que sabía, a las certezas a las que se iba enfrentando. “Es mucho peor de lo que creíamos, Joan, mucho peor…”, eso es lo que me dijo, acabando de cenar y a punto de despedirnos, la noche antes…

P  ¿La noche antes?

J  Sí, la noche antes de que sus colegas se preocuparan porque a media mañana no había ido a trabajar y nadie sabía nada de él. Beth, una compañera del laboratorio, me llamó, preocupada, y en seguida tuve algo parecido a un presentimiento: fui corriendo a su apartamento –yo sabía el código de entrada– y lo encontré sentado, con el cuerpo vencido sobre la mesa, como si durmiera, agotado por una noche de trabajo, con el ordenador encendido y rodeado de libros y documentos… Lo toqué, y el frio de sus manos y de su frente se me clavaron para siempre en la memoria. (Hace una pausa y mira fijamente a P) Ahora le contaré algo que no le he dicho nunca a nadie. Usted debe oír esta frase a menudo, pero para mí es algo excepcional… Encima de la mesa había un frasco de plástico con una etiqueta, tumbado y vacío. Después de darme cuenta de que Seymour estaba muerto y antes de llamar a la policía, cogí aquel frasco y me lo guardé en el bolsillo. No sé por qué lo hice, pero tampoco quise saber qué contenía; solo sé que, de camino a casa, lo tiré en una papelera.

P  ¿No quiso saber?

J  No, supongo que no… El forense concluyó que había muerto por un paro cardíaco y no se le hizo la autopsia. Él tampoco quiso saber más. (Hace una pausa) Yo, después, sí quise saber más cosas, pero sobre el trabajo que Seymour estaba haciendo. Al día siguiente, seguro de que nadie reclamaría nada, fui a buscar sus libros, sus papeles y su ordenador, y pasé muchas horas, muchas semanas, descifrando todo aquel material. Seymour me había dado muchos detalles y, en definitiva, eran nociones y magnitudes que yo conocía perfectamente.

P  ¿Y qué fue lo que encontró?

J  La confirmación de lo que él me decía la noche antes de morir: “Es mucho peor de lo que creíamos, Joan, mucho peor…”. A partir de aquel momento, este tema ha formado parte, obsesivamente, de mi vida, y todo el tiempo que no dedico a mis trabajos de investigación lo dedico al seguimiento de los estudios sobre el cambio climático. No es mi ámbito, ¿sabe?, pero con mi formación y mi capacidad sé que en muchos casos interpreto mejor los resultados que los propios autores… (Hace una pausa) y veo perfectamente que las previsiones que hacen son demasiado optimistas; o quizás sería mejor decir demasiado poco pesimistas… Ellos quizás no pueden tener en cuenta el efecto de la confluencia de factores tan diversos, pero yo estoy acostumbrado a trabajar con sistemas físicos de gran complejidad y le aseguro que sé hacerlo…

P  No lo dudo… Así que estos son los problemas ante los cuales se siente tan solo…

J  Sí, pero no es una sensación mía. (Con énfasis) ¡Estoy solo! Y también con mi angustia, que desde aquel momento se volvió a hacer presente en mi vida, y que no me abandona ni un momento…

P  La angustia de su infancia…

J  (Aparta la mirada y queda absorto, silencioso, un largo rato) Yo confiaba en el futuro. Creía que, a pesar de todas las dificultades, la ciencia contribuiría al progreso de la humanidad. Y no solo al progreso material: estaba seguro de que la ciencia haría mejores a los seres humanos y que, cada vez más libres de enfermedades, con cosechas más abundantes y con tecnología más avanzada, los odios y la barbarie que atraviesan la historia irían disminuyendo… Pero la muerte de Seymour y los meses que siguieron me enfrentaron a una realidad bien diferente: no hay tiempo para detenerlo, ya no lo hay. La ciencia y la tecnología, las cumbres del espíritu, (Elevando el tono) ¡las que tenían que liberarnos de lo peor de la condición humana…!, son la punta de lanza del desastre, han puesto sus potencias al servicio de la destrucción…

P  Sí, usted tenía grandes ideales, creía en el progreso, y se encontró con la pulsión de muerte…

J  (Abatido) Desde entonces me siento como un exiliado, ¿sabe? Como un apátrida, expulsado de aquella realidad paralela en la que encontré refugio cuando aún era casi un niño. (Hace una larga pausa) Lo he perdido todo. Creí que con Mónica tendría una felicidad como nunca antes había podido imaginar, y el futuro con ella significaba también tener una familia… Ahora todo eso se ha desvanecido, ya no existe. (Hace una pausa) Yo aún la quiero, claro que sí, pero esta oscuridad que me envuelve se interpone cada vez más entre nosotros. (Pausa) ¿Cree que no sufro por ella? Sufro por la inquietud que tiene estando a mi lado, y porque no puedo dejar de preguntarme qué será de ella, qué será del mundo, de nosotros… Qué será de los hijos que queríamos tener…

P  La paternidad, en este final de los tiempos…

J  La paternidad, sí… ¿Sabe una cosa? Ahora sé que nunca tendré hijos, pero después de haber deseado ser padre, siento que lo que le sucede a cualquier niño de este mundo me concierne y me afecta…

P  Es la posición de un adulto, sí.

J  Pero esta paternidad imaginaria, inmensa, me abruma…

P  (Levantándose) Bien, Joan: seguiremos. Hoy lo dejamos en este punto.

J  (Silencioso, como si las palabras de P tardaran en llegarle. Al cabo de unos instantes, le mira y habla en un tono pausado y con abatimiento) De todas formas, no sé cómo podría ayudarme, ni de qué podría servirme venir a hablarle de todo esto…, y de quién sabe qué…

P  Sí: y de quién sabe qué. Seguiremos, Joan.

J  (Levantándose y siguiendo a P en dirección a la puerta) Le pagaré la sesión el próximo día: ¿me ha dicho mañana a las cinco?

P  Sí. Me debe dos sesiones. Hasta mañana, Joan.

J sale y P cierra la puerta. J camina en dirección al centro de la sala mientras la luz va apagándose gradualmente, hasta que la escena queda a oscuras.

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