Escena 3

 

En la consulta del psicoanalista. La escena se ilumina y se oye hablar a J, tumbado en el diván, mientras que P está sentado en su butaca.

J  Últimamente he pensado más de una vez en aquel sueño, el sueño de Bratislava, ¿sabe?

P  Sí…

J  También podía haber dicho el sueño de la mujer que no me veía y mi angustia al no poder sostenerme en la mirada de una mujer… O el sueño del libro que tenía que poder descifrar… O el sueño de las imágenes del horror, con aquella atracción incomprensible que me impedía apartar la mirada…

P  Sí, todo eso también estaba, pero, por algún motivo, ha dicho el sueño de Bratislava…

J  Sí, es verdad, porque tengo muy presente esa parte del sueño… (Hace una pausa) Hace unos meses, al final de una sesión le expliqué que me incorporaba al comité de expertos, pero que no estaba convencido de mi decisión y que no sabía adónde quería llegar…

P  Sí, eso dijo.

J  Y, al marcharme, usted hizo lo que hacía en el sueño: me dijo adónde quería llegar: “¡A Bratislava!”.

P  ¡Sí! (Se ríen ambos al recordarlo).

J  De entrada, me sorprendió mucho su exclamación, pero nada más salir a la calle y empezar a andar, me vino a la memoria un recuerdo muy lejano…

P  Ah…

J  Sí, un recuerdo de infancia… En casa de mis padres había un libro, grande y muy bien ilustrado, que se titulaba “Ciudades del mundo”. Yo lo miraba fascinado y me fijaba, sobre todo, en las páginas de algunas ciudades que tenían nombres que me parecían fantásticos: Bratislava, Tesalónica, Siracusa… ¡No tenía ni idea de dónde estaban, pero me decía a mí mismo que cuando fuera mayor iría a conocerlas...!

P  Entonces, es el recuerdo de un deseo…

J  Sí, quizá solo el deseo de irme lejos… O quizás el deseo de conocer y descubrir otros lugares, otras realidades… Y, quién sabe, quizá mi pasión por la ciencia nació también de aquel deseo… Lo cierto es que estos días, recordando el sueño me vienen a la mente esos nombres. No significan nada, no tienen ningún sentido y, le parecerá un disparate, pero es como si fueran la llave con la que abrir aquel deseo infantil, guardado intacto en estas cajitas sonoras y mágicas: Bratislava, Tesalónica, Siracusa…

P  (Sonriendo, sorprendido) Me parece extraordinario…

J  Deseo de todo eso que le decía, ¡o de quién sabe qué! Puro deseo, impronunciable…, pero sin él el mundo el mundo se vacía y la vida se marchita… Y mi vida hacía años que se marchitaba… (Hace una pausa) Ahora, a pesar de todo el dolor que arrastro y todo el que aún ha de llegar, tengo una brújula que, en cada encrucijada, en cada decisión que he de tomar, me orienta para saber dónde está mi deseo, y para hacer lo que tengo que hacer…

P  Una brújula para el deseo…

J  Sí, y esta brújula me sirvió hace unos días para dar un paso que no me decidía a dar… ¿Recuerda aquella carta que me trajo mi tío? ¿Aquella carta escrita por mi padre?

P  Sí, claro, la recuerdo…

J  (Se incorpora y se sienta en el diván) Decidí buscarla, pensando que sería una tarea difícil, quizá imposible. Pero el caso es que aquello que mi cabeza no sabía parecían saberlo mis manos… Pocos minutos después la encontré, en el fondo de un cajón, debajo de un montón de papeles, monedas, billetes de avión…

P  (Sorprendido) Ah…

J  La abrí y empecé a leerla, lentamente: no esperaba descubrir ningún gran secreto ni ninguna verdad impactante, pero lo cierto es que el momento tenía algo de conmovedor. Además, sabía que, dijera lo que dijera aquella carta, la relación que tengo con mi padre ha cambiado mucho desde que empecé el análisis: ya hace tiempo que sus errores no me parecen tan imperdonables y ya no doy el mismo sentido a sus ausencias, sus silencios o sus improperios… (Mira a P, que hace un gesto con la cabeza, asintiendo).

P  Sí…

J  Lo que leí me impresionó profundamente, ¿sabe? Y entendí hasta qué punto los hechos que relataba aquella carta habían marcado el destino de aquel joven… Es verdad que mi padre fue al frente y no disparó ni un tiro, pero quedó inmensamente traumatizado por todo lo que vivió y, sobre todo, por lo que vio. Era muy joven y no tenía formación militar, así que lo destinaron a la enfermería: eran los peores momentos de la batalla del Ebro, con bombardeos constantes y durísimos, y él y unos cuantos muchachos más como él, con no más de veinte años, estuvieron casi tres meses –¿se da cuenta de lo que debió de ser?– jugándose la vida, arrastrándose hasta el agotamiento por trincheras enfangadas para evacuar heridos, moribundos, mutilados…, o para llevarse cuerpos sin cabeza, brazos, piernas arrancadas por las bombas…

Mi padre no era un hombre temeroso, acobardado. Tampoco era un hombre plano, sin historia, alguien derrotado antes de luchar. Era un hombre traumatizado, un pobre muchacho asustado que en medio de aquel infierno había perdido para siempre la paz…

P  Por fin, la carta llegó a su destino…

J  (Mira a P, que le escucha atentamente) Sí. Supongo que estaba preparado para leerla y que llegaba en el momento adecuado. (Hace una pausa breve) Me hizo sentir pena, compasión…, pero no me llevó a hacer de mi padre ni una víctima ni un héroe. Con aquello que le tocó vivir hizo… lo que pudo, como todo el mundo, como cualquiera. Y, sí, no hizo gran cosa, pero tampoco se convirtió en el ser abominable que yo me representaba.

P  (Asintiendo con la cabeza) Aha…

J  Supongo que, por algún motivo, necesitaba hacerlo existir de esa manera para confrontarme, para tener en él si no un ideal, al menos un enemigo… Y él era lo que era, un hombre común, golpeado por la vida, ni demasiado bueno ni demasiado malo para lo que yo necesitaba, así que me inventé una versión del padre más adecuada a las batallas imaginarias que necesitaba tener con él. Me temo que no le hice nada fácil la tarea de hacer de padre… de alguien como yo…

(Con la mirada perdida y en un tono sereno) Pero no es una reconciliación: no hay nada que perdonar ni gran cosa por la que pedir perdón. Es, en todo caso, un pasar página, un estar un poco más en paz conmigo mismo…

P  (Levantándose y yendo hacia la puerta, con actitud de dar por acabada la sesión) Sí, es un paso muy importante.

(J se levanta y le sigue hasta la puerta. Antes de la encajada de manos, J se queda pensativo unos instantes).

J  La semana próxima estaré de viaje: voy a una reunión del comité, en Salzburgo, y no volveré hasta el viernes por la tarde.

P  De acuerdo, le espero el martes de la otra semana. (J no responde. Se dan la mano, P abre la puerta y J sale, silencioso).

P camina hacia su butaca y enciende la radio. Se oye la voz de la locutora de un programa informativo.

Locutora  Las primeras conclusiones del equipo de científicos desplazados a la zona parecen confirmar los peores presagios sobre las causas de la gran mortalidad que afecta a las comunidades inuit, asentades desde hace siglos en Groenlandia y el nordeste de Canadá. Estas comunidades han visto gravemente alterados sus asentamientos por el deshielo que afecta al subsuelo sobre el que se asientan, pero hace poco han saltado las alarmas ante el aumento de muertes asociadas a procesos infecciosos de una gran virulencia.

Los análisis realizados hasta ahora parecen confirmar que la causa estaría en la reactivación de bacterias que se habían mantenido inactivas y preservadas durante milenios en los hielos permanentes, y que ahora entran en contacto con la atmósfera y afectan a la población autóctona, que carece de respuesta inmunitaria para hacer frente a estos patógenos.

(Suena el timbre de la puerta. P apaga la radio, va a abrir y es J quien espera para entrar. P le saluda y le invita a pasar. J entra y camina hasta la altura del diván, pero permanece de pie).

 
 

J  Si no le importa, me sentaré aquí, delante de usted (P asiente. J se sienta y se queda unos instantes en silencio).

P  Sí, le escucho, Joan…

J  De hecho, he vuelto para despedirme…

P  Sí, es lo que he supuesto que venía a hacer…

J  Me sorprende…, como tantas veces… (Hace una pausa breve) Y sí, lo he pensado nada más salir a la calle. Me he dado cuenta de que el camino que he hecho aquí ha llegado al final, al menos por ahora… Sé que los días que tengo por delante serán difíciles, muy difíciles, y que quizá sería bueno seguir viniendo, pero…

P  ¿Cómo está Mónica, Joan? Hace días que no me habla de ella…

J  (Hace una pausa y deja ir un suspiro) Sí, es verdad, quizá procuro no hablarle de ella… Ya he llorado bastantes veces durante una sesión… De hecho, solo he podido llorar aquí y cuando estoy solo, camino de mi casa… Antes de llegar, me detengo, me rehago, cambio de cara… ¿Me creerá si le digo que nada más llegar a casa todo es más fácil? (Pausa) Cuando la veo, cuando nos vemos, me olvido de todo lo que no sea aquel rato, aquel día, aquella noche juntos… A pesar de todo lo que hemos pasado, nos mantenemos unidos, y eso nos hace más fuertes a los dos (Hace una nueva pausa) Mónica… está muy mal, cada día peor…

P  Lo siento, Joan.

J  (Abatido) Ahora le dan una quimioterapia diferente. La oncóloga confía en que pueda frenar un poco el avance de la enfermedad, pero si no funciona ya no probará nada más; ya solo quedará el tratamiento paliativo, evitar que sufra… De hecho, ya estamos casi en ese punto: está muy débil, duerme mucho y necesita tomar muchos analgésicos… (Hace una pausa) Ahora solo pienso en el momento en que sabrá que se va, que el tiempo se acaba… No se merece esta angustia, este cara a cara final con la muerte…

P  Pero ella también dijo que no quería que la engañaran…

J  Sí, es verdad. Y yo sé que no está del todo engañada… (Se queda unos instantes en silencio) Hace unos días, cuando nos íbamos a acostar, nos abrazamos y me dijo, al oído, que le daba miedo dormirse… Yo, con el corazón encogido, la quise tranquilizar: “¿Qué dices, mi amor…? ¿De qué tienes miedo…?”. Yo sabía lo que me diría, y no quería escucharlo, pero ella necesitaba decirlo, y lo hizo, con un hilo de voz, temblorosa: “Tengo miedo de morirme…”. “¡Pero, no! ¡Qué cosas dices…!”. No dijimos nada más. Seguimos abrazados unos instantes y, suavemente, se apartó, haciendo como si todo siguiera igual que un momento antes… Así es como ella quiere que sea, y yo lo respetaré, hasta el final… (Se queda en silencio).

P  Sí: el final.

J   (Cambia de tono y habla mirando a P) Pero la decisión de acabar el análisis la he tomado por otro motivo: tiene que ver con la brújula de la que le hablaba antes.

P  ¡Sí, esa brújula es importante!

J  Al salir, caminaba pensando en cosas que me preocupan en relación con mi participación en el comité… (Se levanta y empieza a caminar por la consulta) Y, de repente, he encontrado la solución…

P  ¡Ah…!

J  Sí, he sabido qué es lo que realmente quiero hacer y he decidido hacerlo…

P  ¿Quiere contármelo?

J  Sí, por supuesto. El hecho es que en la cumbre de Brighton comprobé una vez más que los efectos de lo que yo pueda aportar en el seno del comité son mínimos. De hecho, todo el trabajo del comité –los estudios, los dictámenes, las recomendaciones– acaba siendo irrelevante.

P  ¿Sí? ¿Hasta ese punto?

J  Sí… En Brighton, a pesar del interés que había suscitado la cumbre, no conseguimos dar ningún paso adelante. Solo Dinamarca, Suecia y Noruega suscribieron los compromisos que proponíamos.

P  Lo leí, sí… ¿Y cuál ha sido su conclusión?

J  ¡Que no tiene sentido seguir dedicándole energías al comité! ¡No pienso hacerlo más!

P  (Con interés) Ah… ¿Esta es su decisión?

J  Sí y no… Quiero decir que es solo una parte, la primera: presentar la dimisión como miembro del comité y dejar de participar en sus trabajos… La segunda parte es la más difícil y la que, en cierta forma, implica una verdadera decisión… (Hace una pausa antes de continuar) Quiero seguir en esta lucha, pero hablando en nombre propio, haciendo aquello que creo que tengo que hacer y diciendo lo que creo que debo decir, sin tener que negociarlo antes con nadie.

P  Me parece una decisión acertada.

J  (Unos instantes de silencio) Me he quejado mucho de las limitaciones que tenían las tareas del comité, pero ahora me parece que eso era también una coartada, una justificación que me permitía no asumir una responsabilidad diferente. Intentaba influir, convencer, que el comité hiciera suyos mis argumentos y mis propuestas, pero, al final, no era yo quien hablaba, no se decía nada en mi nombre… Y esto es lo que quiero cambiar: a partir de ahora, tomaré las iniciativas que crea convenientes y las defenderé allí donde pueda hacerlo.

P  Sí, me parece una decisión muy acertada.

J  (De nuevo, unos instantes de silencio antes de continuar) Creo que es algo que no he hecho nunca: hablar en mi nombre, atreverme a decir y a hacer aquello que realmente quiero… Siempre ha hablado “en nombre de”… De la ciencia, sobre todo… Como si los científicos fuéramos los sacerdotes de un dios que nos revela verdades que nosotros nos limitamos a anunciar… Sí, claro, las leyes de la termodinámica no varían en función de quien las explica, no dependen de ninguna subjetividad, pero yo había hecho del saber mi guarida… Primero, el lugar en el que me ponía a refugio de la angustia y, después, una falsa identidad: Joan Holzmann, científico… (Hace una pausa, reflexionando) Y han tenido que pasarme cosas terribles para empezar a despertar: la muerte de Seymour, descubrir el verdadero alcance del cambio climático… Y, ahora, la enfermedad de Mónica…

P  ¿Y qué se propone hacer?

J  Lanzar un mensaje mucho más radical y perentorio del que dan los expertos y los activistas. Con todo lo que hacen, no llegan a convencer más que a los que ya están convencidos… Hay que ir más lejos, emplear nuevas estrategias.

P  ¿Qué cree que conseguirá, Joan?

J  (Unos instantes de reflexión) No lo sé… No puedo saberlo, pero… ¿quiere que le diga algo? No soy nada optimista… La gente, el común de la gente, vive en una burbuja, en un presente en el que no hay margen para la reflexión: unos porque apenas sobreviven al día a día, y otros porque las inercias o el bienestar les adormecen y todo lo que se les diga es como agua sobre las plumas de un pato…

P  (Reflexivo) Sí, es así…

J  Pero no quiero detenerme a pensarlo ¿sabe? Estoy determinado a hacerlo y no me pararé a sopesar, a hacer cálculos. Cuando hay un terremoto y temes que la casa se derrumbe, no te paras a pensar si los vecinos te harán caso… Sales a la escalera, gritando, actúas, haces, quieres salvarte y que se salven tus vecinos…

P  Gritando…

J  Sí, ya me entiende… Quizás asustaré a alguien, y oiré decir que me he vuelto loco…, pero quizá despierte a alguien más. Tanto da: ¡la situación es muy grave y ya no es hora de dudas!

P  Tiene razón: ya no es hora de dudas (Se levanta y camina hacia la puerta. J le sigue y se quedan un instante en silencio, antes de darse la mano. P le tiende la mano y le habla en un tono cordial y afectuoso) Adiós, Joan… ¡Le deseo mucha suerte!

J  ¡Gracias…! (Se miran un instante a los ojos. J sale y P cierra la puerta).

P da unos pasos y se detiene, pensativo, en medio del escenario.

Las luces se apagan lentamente, hasta que la escena queda a oscuras.

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